(26.01.2018, El Columnero). La desesperanza aprendida o indefensión aprendida, es un concepto que acuñó hace varios años el psicólogo Martin Seligman para definir el estado en que las personas se sienten absolutamente indefensas y experimentan una especie de pasividad completa o renuncia total a la posibilidad que las cosas salgan bien, generando una especie de predisposición en el pensamiento frente a la adversidad, producto de una acumulación de traumas y frustraciones que terminan por condicionar al ser humano a la creencia que cualquier esfuerzo por superar esa situación de infortunio sería realmente inútil, lo cual sorprendentemente inhabilita incluso a sociedades enteras que aunque teniendo las herramientas para lograr un cambio en su desdicha quedan paralizadas en la resignación ciudadana incapaces de valorar sus fortalezas frente al reto que tienen por delante.
Básicamente Seligman en un experimento esclarecedor, sometió a 2 perros a pequeñas descargas eléctricas simultáneamente, con la posibilidad de accionar una palanca para detener tal efecto, lo cual después de un breve lapso de tiempo uno de los perros hacía, deteniendo de inmediato el castigo corporal para ambos, mientras el otro permanecía quieto y frágil sin poder hacer nada, luego hizo lo mismo con el otro canino quien determinó una conclusión contundente, pues ya se había acostumbrado a recibir la electricidad y considerándose impotente de cambiar su realidad ya era incapaz de darse cuenta de su posibilidad de control, por lo que no hacia el menor movimiento para aliviar su malestar, su desesperanza aprendida era irreversible.
Ahora bien, hay claros ejemplos de esto en el mundo moderno, sociedades abusadas y humilladas a tal punto de caer en la indefensión, en la total desmoralización pues el ciudadano vive en un clima de constante tensión en el cual no existe esperanza de que su accionar produzca un resultado distinto al interés de las clases gobernantes, como sucede en Cuba, Zimbabue, Norcorea o Venezuela, pues la conjunción del sistema de Estado se encuentra comprometido ante todo con la supervivencia gubernamental, es así como en la isla de los Castro se dominó de lleno cualquier aspiración o ilusión de cambio anulando las acciones electorales, jurídicas, políticas, militares, económicas, empresariales y hasta culturales que pudiera ejercer la población en distinto orden al pensamiento de Fidel y compañía, al punto de dejar claro en la psiquis cubana que no hay lugar para la esperanza, y con ello se adormeció bajo una opresión inflexible a todo un pueblo por más de medio siglo, lo mismo que en el Zimbabue de Mugabe y su sucesor, o que se intenta imponer en la Venezuela dictatorial del chavismo imperante, no dando espacio ni al dialogo efectivo, a las expresiones electorales legítimas, desconociendo o alterando poderes públicos, o bien implementando un modelo económico que solo genera escasez, hambruna, quiebras en masa, y mayor dependencia del asistencialismo estatal con fines político clientelares, entre muchas más anomalías.
El dilema de la desesperanza aprendida es que pretende ser lapidaria, en ella no existe rendija que deje al imaginario colectivo algún rasgo de optimismo, ella vive en expresiones que prejuzgan una situación sin escapatoria, frases como: “no hay salida”, “estamos condenados”, “ya no hay nada que hacer”, o un simple “así son las cosas”, hacen que el status quo se conserve inamovible, incluso frases cliché para el corolario de libros de autoayuda como “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”, terminan por conducir a una nación entera a un abismo auto flagelante que no permite ver el poderío que reposa insospechadamente en una sociedad que de organizarse correctamente y tomar un poco de determinación perfectamente puede salir de su atolladero.
Ahora bien, para eso también hay ejemplos, y múltiples en realidad, de otro modo hoy no se hablaría de como un sindicato de nombre solidaridad dirigido por Lech Walesa terminó resistiendo y derrumbando la dictadura del partido obrero unificado polaco, lo cual condujo a Polonia a la democracia, o de las demandas de la sociedad negra sudafricana que lacerada por el Apartheid no disminuyó su lucha hasta llegar a su abolición con los acuerdos entre Nelson Mandela y Frederik De Klerk, e inclusive de la insistencia y habilidad de la denominada concertación Chilena para superar el difícil capítulo de Pinochet, y aunque en todas y en muchos otros patrones influyeron aspectos de la dinámica internacional, no es menos cierto que sin el arrojo y la intrepidez posible de moradores animosos a un giro en sus vidas no se hubiese logrado lo que ya es historia dorada de esas naciones.
Por tal motivo, esto nos lleva a examinar otro concepto antagónico y también interesante, la resiliencia social, la cual en principio es considerada por los expertos como una característica individual, pero que viene avanzando rápido en el plano comunitario, por lo que hay que comenzar por definirla como la capacidad de adaptarse a situaciones adversas y dominarlas, pues bien, la relevancia de este concepto reside en su construcción, desde el nivel individual hasta su nivel colectivo, como una herramienta de apoyo emocional más solvente para afrontar el futuro con confianza.
Este concepto, según la situación, puede tener tres concepciones diferentes, la primera, es la resiliencia como estabilidad, que permite asimilar lo inesperado; la resiliencia como recuperación, para sobrellevar un escenario dificultoso; y la resiliencia como transformación, que viene cuando se ha aprendido y superado algún evento doloroso o complicado. Sin embargo, en todos los aspectos se trata de un método de cambio frente a un panorama negativo que puede ser positivo, y aunque regularmente se trata de superar desastres naturales como tifones, terremotos o inundaciones, también desde esta filosofía se busca preparar al entramado social para frenar loa propia acción negativa del hombre, que propicia hambrunas, pestes, conflictividad e intolerancia entre pares o políticas publicas autodestructivas.
Hoy la realidad es bastante evidente, por ello, es que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) publicó hace unos años un manual sobre ciudades y estados resilientes al riesgo, ya que esta, es entendida como la capacidad de afrontar las adversidades y lograr adaptarse ante las tragedias, los traumas, las amenazas o el estrés severo que pueden condicionar de un modo profundo el buen desarrollo de la población, por eso es válido preguntarnos ¿Hasta qué punto estamos preparados los ciudadanos, para enfrentarnos a crisis, encajar reveses y superar adversidades? Sin duda me temo que en este aspecto y salvo honrosas excepciones, Reconozcamos que en esta “modernidad líquida”, como definía a nuestra época el filósofo, Zygmunt Bauman, valores y virtudes como la voluntad, el coraje, el temple, la austeridad, el espíritu de sacrificio, el compañerismo, la solidaridad y aquellos, en general, que sirven para dar solidez, cohesionar y fortalecer una comunidad, no están de moda, pero se pueden estructurar sembrando identidad cultural, respeto a la diversidad ideológica, preservando la democracia y los derechos humanos, construyendo la paz como meta compartida, y diversificando los factores de generación de prosperidad y oportunidades, nunca es tarde para hacerlo, Alemania lo consiguió después de 2 guerras devastadoras, Chile y Perú después de años de inestabilidad política, Corea del Sur y Japón pese a conflictos permanentes, o la edificación que se planifica desde la nada como Singapur o Emiratos Árabes Unidos, es decir, existen los modos, las herramientas y lo más importante la llegada de la convicción necesaria para convertir lo que el algún momento irradiaba desesperanza en un nicho de cultivo de satisfacciones y bienestar general, por lo que el meollo siempre estará en que tan capaces creamos que podemos ser en emprender una transformación social que claramente vale la pena.
Desesperanza Aprendida a la Resiliencia Social, por Daniel Merchán. Ver artículo Vía El Columnero