(Caracas, 14.08.2023. Provea). Las organizaciones venezolanas Provea, Alfavic, Gritemos con Brío y el Labo Ciudadano divulgaron el libro «Caminando al revés» que surgió de una convocatoria pública para reflexionar sobre los hechos de las protestas del 2017, cuyos 31 textos podrán leerse a continuación. Que este aporte sea acompañado por otras acciones, que nos permitan caminar hacia atrás para tomar el impulso necesario para el salto hacia la democracia y una vida con bienestar para todos los venezolanos y venezolanas.
Durante el 2023 se cumplió el sexto aniversario del ciclo de protestas ocurrido en Venezuela entre los meses de abril a julio del año 2017. Desde un enfoque de derechos humanos aquellos cuatro meses significaron, bajo un contexto restrictivo, el ejercicio del derecho a la manifestación pacífica más contundente en la Venezuela contemporánea. Según cifras de las propias autoridades, que sobrepasaron las estimaciones de las propias ONG, en aquellos 122 días ocurrieron 9.436 manifestaciones en el territorio nacional, un promedio de 78 movilizaciones cada día. Este número no hubiera sido posible si la expresión de la indignación no hubiera ocurrido en pueblos y zonas rurales ¿Cuántas personas participaron en aquellas jornadas? Aunque no hay manera de saberlo con certeza, en algún momento especulamos en Provea que por lo menos un millón de personas diferentes habían salido a la calle en ese momento. Precisamente fue la masividad del descontento lo que intentó promover una transición a la democracia por colapso del régimen, creando el punto más alto de atención internacional sobre la situación de nuestro país.
En ciclos de movilizaciones similares en la región el impacto político, simbólico y cultural, así como el legado organizativo, ha sido evidente. La presidencia de Gabriel Boric en Chile no hubiera sido posible, entre otros factores, sin el llamado “estallido social” ocurrido entre octubre de 2019 a marzo de 2020, que reclamó un cambio en el estatus quo del país. En Colombia la llegada de Gustavo Petro al poder fue catalizada por el llamado “Paro nacional” del 2021. Cualquier que visite Bogotá por estos días podrá constatar la multiplicación de emprendimientos activistas y asociativos de todo tipo, que han fortalecido un tejido cooperativo de base que había sido contenido durante los tiempos del conflicto armado interno, cuya catapulta fue el encuentro de la sociedad colombiana con las demandas en el espacio público. En nuestro país, en contraste, la rebelión popular del año 2017 se ha convertido en un tabú. Exceptuando los mensajes de las organizaciones de familiares de víctimas y los grupos de derechos humanos, el recuerdo de lo que pasó ha pasado casi inadvertido.
Esta amnesia voluntaria tiene varias explicaciones. La primera es que, aquello, es la memoria de los derrotados y derrotadas. Y la historia es escrita, e impuesta, por los vencedores. No es una casualidad que el fin de la movilización, tras la instalación de una fraudulenta Asamblea Nacional Constituyente, coincida con la aparición masiva del fenómeno de los y las caminantes, donde miles de familias venezolanas salieron del país como migrantes forzados de manera precaria y desesperada. La segunda son las altas expectativas puestas en que la movilización, por si sola, iba a ocasionar la división de la coalición dominante y con ello el inicio de una transición a la democracia. Tras depositar la totalidad de las esperanzas en un posible desenlace, se obviaron las consecuencias colaterales de la magnitud de aquella movilización ciudadana y sus posibles saldos organizativos, simbólicos y culturales. En tercer lugar, el silencio que los propios partidos democráticos impusieron sobre las protestas. Sus representantes fueron obligados por la multitud en movimiento a legitimarse sobre el asfalto, un papel que cumplieron mayoritariamente su liderazgo joven. Si las manifestaciones hubieran alcanzado su objetivo, esta dirigencia emergente hubiera renovado generacionalmente la directiva de sus organizaciones, oxigenando su manera de hacer política. La derrota, en cambio, significó el enquistamiento de la dirigencia tradicional y la desconfianza hacia la sociedad organizada de manera autónoma e independiente. Por ello nunca hubo un balance de lo ocurrido, con sus debilidades y fortalezas, las responsabilidades de la dirigencia partidista en el desenlace o los correctivos estratégicos para continuar la lucha por la democracia. Quienes deberían capitalizar aquella gesta ciudadana, paradójicamente han decidido condenarla al silencio y al olvido, a lo que ayudaron los dos años de encierro por pandemia. Finalmente, y no son detalles de menor importancia, las actuaciones de las autoridades durante y después de las protestas para criminalizarlas y, en especial, evitar que en el futuro se puedan configurar expresiones similares de indignación popular.
No era fortuito que quienes estuvieron dentro de las protestas, y quienes las vieron como espectadores, les costara mucho esfuerzo tener una perspectiva global del fenómeno. La hegemonía comunicacional funcionó y, salvo excepciones, la mayoría de los medios de comunicación masivos repetían la versión oficial, que intentaba minimizar las movilizaciones a los sectores privilegiados de la oposición. El propio Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS), una ONG que cuantifica la cantidad y motivaciones de la protesta en el país, contabilizó una cifra menor que la reconocida oficialmente, 6.729 manifestaciones. Aunque la cantidad de imágenes e información que circuló entre aquel abril y julio era abrumadora, el frenesí activista no comprendió la importancia de un trabajo, paciente y agotador, de archivar todas aquellas evidencias para luego hacer el inventario y ponerlo a la disposición pública. Seis años después, luego que las autoridades contrataron equipos para eliminar la huella digital de la indignación, es casi imposible reconstruirlo en toda su magnitud. La ausencia de una fotografía general de lo que pasó ha condenado a que las pocas conversaciones sobre el 2017 estén centradas, casi en exclusiva, al sesgo de las impresiones subjetivas de lo que cada quien atestiguó, o de lo que le dijeron. Por otro lado, los castigos ejemplares al ejercicio del derecho a la libertad de expresión han generado un efecto inhibidor entre medios, periodistas, activistas y redes sociales.
Desde una perspectiva sociológica la rebelión popular del año 2017 debería ser un objeto de estudio. Manuel Castells, un teórico de los cambios políticos, económicos, sociales y culturales como consecuencia de las transformaciones estimuladas por la informatización de las comunicaciones, en un mundo globalizado, ha establecido en su libro “Redes de indignación y esperanza” que los movimientos sociales contemporáneos tienen 9 características comunes, de los cuales 8 se cumplieron en Venezuela: 1) Conectados en red en numerosas formas; 2) Génesis en redes sociales; 3) Globales y locales a la vez; 4) Espontáneos en su origen, desencadenados por una chispa de indignación relacionada con un acontecimiento concreto; 5) Virales siguiendo la lógica de redes de internet; 6) Redes horizontales que dan lugar a la “unidad” en el propio ejercicio de la movilización; 7) Autorreflexivos y 8) Raramente programáticos. La novena característica, no válida para nuestro caso, fue que la transición de la indignación a la esperanza se consigue mediante la deliberación en el espacio de la autonomía. A diferencia de otras experiencias similares, las protestas venezolanas del año 2017 no contaron con asambleas o reuniones públicas para el intercambio, donde los participantes pudieran conversar sobre lo que estaba pasando. La falta de discusiones ha impedido ponderar sus efectos en la política, la sociedad y la cultura.
La chispa de indignación de la que habla el científico social español, para Venezuela, ocurrió el 31 de marzo de 2017 luego que la Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, cuestionara las decisiones del TSJ (sentencias 155 y 156) que ponía límites a la inmunidad parlamentaria y disolvía a la Asamblea Nacional. Según la más alta autoridad del Ministerio Público, en el cargo desde el año 2007 bajo la confianza absoluta de Hugo Chávez, las sentencias constituían una “ruptura del orden constitucional”. Si bien se habían emitido opiniones de rechazo, el peso simbólico de Díaz cambió en horas el escenario sociopolítico del país. Un día después, el 1 de abril, la Asamblea Nacional sesionaba en cabildo abierto donde a partir de las palabras de la Fiscal se acordaba la primera movilización, a la Defensoría del Pueblo. En un comunicado, 51 ONG de derechos humanos calificaron la actuación de los magistrados del TSJ como un golpe de Estado. La reacción multitudinaria en todo el país reflejaba, además de la voluntad de un cambio, los niveles de hartazgo y precarización de la gente. Meses antes, con la suspensión ilegal de dos procesos electorales pendientes (activación del Referendo Revocatorio contra el presidente y elección de gobernadores), el gobierno había cerrado las posibilidades de una salida política del conflicto. El 21 de octubre de 2016 Provea realizó una alerta que, lamentablemente, terminó siendo profética:
“El Ejecutivo Nacional, valiéndose de la erosionada institucionalidad y el control político que ejerce sobre el Poder Judicial y el Consejo Nacional Electoral, ha obstruido el ejercicio de la democracia participativa y protagónica, cerrando los espacios para la resolución pacífica de la crisis, y colocando al país en el umbral de una situación de alto riesgo, al estimular la confrontación violenta entre los venezolanos. Las consecuencias de esta situación será responsabilidad de quienes hoy están al frente del Poder Ejecutivo y de las autoridades de los poderes públicos que han abandonado la independencia en su gestión”.
Durante las protestas del 2017 el gobierno recurrió a cuatro aspectos fundamentales en términos de represión para sofocar la rebelión popular. En primer lugar, un uso excesivo y abusivo de la fuerza por parte de policías y militares, lo cual produjo una importante cantidad de manifestantes muertos por responsabilidad de la fuerza pública, que incluyó la creación de la llamada Fuerza de Acciones Especiales (FAES). En segundo lugar la detención y presentación en tribunales, y en algunos casos el encarcelamiento de manifestantes. El tercer elemento, en este contexto de detenciones, fue la aplicación intensiva de la justicia militar. El último aspecto fue el uso intensivo de grupos de civiles armados (colectivos) en coordinación con la fuerza pública para repeler la protesta. Según el último informe del Ministerio Público para el 31 de julio, 124 personas habrían perdido la vida en el contexto de manifestaciones. Sin embargo, el portal periodístico Runrunes contabiliza en 157 las pérdidas de vida.
A pesar de los esfuerzos oficiales de provocar una respuesta violenta generalizada de los manifestantes, las movilizaciones se mantuvieron mayoritariamente pacíficas. Como en el resto de ciclos masivos de protesta en la región, hubo hechos de violencia aislados y focalizados que, para la magnitud del fenómeno, no eclipsaron la voluntad ciudadana del movimiento. Y para reiterarlo, una vez más, hemos expresado que todas las personas responsables de delitos y violaciones de derechos humanos deben ser investigadas y sancionadas. Que la única imagen de manifestantes armados, divulgada por las autoridades, haya sido una foto manipulada (Convocatoria al evento “Venezuela strives for peace” realizada el 13 de mayo por el Consulado venezolano en Toronto) reivindica la noviolencia de la movilización.
Para quienes participaron en ellas y también para sus detractores, guste más o guste menos, el ciclo de protestas en Venezuela del año 2017 es un hito histórico, cuyas repercusiones aún están por definirse en toda su amplitud. Recordarlas es un deber para las organizaciones de derechos humanos, y especialmente, para las organizaciones de víctimas e iniciativas sociales creadas a partir del calor del 2017. Como expresó el periodista Luis Carlos Díaz, transitamos un momento donde existe una tensión inducida para la resignación, en los que se intenta posicionar que las violaciones de derechos humanos “polarizan”, “no es el momento”, “refrescan heridas” y “deben dejarse atrás”. Pero esta pulsión cohabitante encontrará un límite en la dignidad humana, pues para los defensores y defensoras de derechos humanos la memoria impuesta por el poder, sin verdad, es mentira; sin justicia es impunidad; sin reparación es daño; sin no repetición es olvido.
Por esta razón, desde Provea, Alfavic, Gritemos con Brio y el Labo Ciudadano realizamos esta convocatoria pública a reflexionar sobre los hechos, cuyos textos podrán leerse a continuación. Esperamos que este aporte sea acompañado por otras acciones, que nos permitan caminar hacia atrás para tomar el impulso necesario para el salto hacia la democracia y una vida con bienestar para todos los venezolanos y venezolanas.
Fuente Oficial: Provea
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