(Colombia, 25.02.2020. Crisis Group Latinoamérica / Bram Ebus ). A medida que la economía de Venezuela se sumerge en las profundidades del colapso, un nuevo grupo de refugiados camina a través de parajes desérticos hacia Colombia. Está compuesto por los más vulnerables e incluye madres embarazadas sin recursos, niños no acompañados y personas enfermas, un grupo indefenso ante los abusos de las bandas armadas.
Parte de las dificultades cotidianas que enfrentan los residentes del estado Zulia (el núcleo de producción petrolera en el noroeste venezolano), es que deben pasar por peligrosos cruces fronterizos solo para ir al hospital. Al otro lado, en Colombia, el hospital San José de Maicao está lleno de mujeres venezolanas embarazadas, algunas de ellas sentadas en el suelo. Una mujer que conocí allí había llegado en la mañana para dar a luz después de atravesar por una trocha (un cruce ilegal entre los dos países, que no tienen vínculos diplomáticos). Ella pidió dinero prestado para pagarle a una banda armada ilegal para que la dejaran pasar, y una vez en la sala de maternidad, dio a luz a una niña sana. Estaba acostada en la cama, con la bebé en sus brazos, un poco desconcertada por su buena fortuna. La mortalidad infantil es alta entre las madres refugiadas, quienes, en su mayoría, como esta joven, no reciben atención prenatal. Llegó a San José de Maicao justo a tiempo para recibir la atención médica adecuada para el parto.
Este tipo de historias desgarradoras se han vuelto comunes en Zulia. El hambre, los cortes de energía y el colapso de los servicios públicos han convertido a esta región (anteriormente acostumbrada a la riqueza fácil y al aire acondicionado helado), en una de las áreas de Venezuela más necesitadas, según la ONU. La ONG de derechos humanos Codhez, con sede en Zulia, calcula que siete de cada diez hogares tienen ingresos diarios de $1,09 dólares o menos, lo que significa que las familias a menudo no pueden comer tres veces al día. Sus hospitales están deteriorados y a la vez son demasiado caros para la mayoría de los residentes de Zulia, ya que ahora exigen un pago en dólares por servicios básicos que alguna vez fueron gratuitos. La válvula de escape más cercana es la frontera colombiana. Más de 160 000 venezolanos ahora viven del otro lado, en el departamento colombiano de La Guajira, después de escapar de la agitación en su país de origen.
Pero La Guajira, en el extremo noreste de Colombia, no es ningún paraíso. Más de la mitad de la población de este desértico departamento semiárido vive en la pobreza. Con Venezuela al este y la serranía del Perijá (un foco de actividad guerrillera) al sur, La Guajira se encuentra en una encrucijada. Se enfrenta no solo a las necesidades de los migrantes y refugiados, que ahora representan aproximadamente el 19 por ciento de la población, sino también a la violencia de las guerrillas, narcotraficantes y otros actores armados que se aprovechan de su desesperación.
El auge del cruce de fronteras
El único cruce oficial de Zulia a La Guajira conduce a los recién llegados al pequeño pueblo de Paraguachón. Barreras metálicas móviles con el logotipo de la oficina de Migración Colombia se encuentran a lo largo de la carretera principal. Venezolanos flacos y desnutridos, agotados después de su largo viaje, se mezclan con los lugareños que venden medicamentos básicos y alimentos. Al igual que en otras ciudades fronterizas de América Latina, pulula la economía informal, mientras los maleteros corren empujando carros llenos de equipaje, los cambistas ofrecen pilas de bolívares a los pocos venezolanos que regresan a casa e inmigrantes sin dinero venden su cabello a fabricantes de pelucas por un puñado de dólares.
Durante años, el contrabando de gasolina desde Venezuela ha abastecido la economía informal de las regiones fronterizas de La Guajira.
Pero en esta ciudad fronteriza en particular hay mucho más sucediendo. Un residente nervioso señala que varios grupos armados (narcotraficantes, guerrillas y otros) son los que mandan en Paraguachón. Han reforzado su dominio en la frontera de La Guajira desde el 2015, cuando el gobierno de Nicolás Maduro cerró toda la frontera en respuesta a ataques contra el ejército venezolano por autores desconocidos. Después del cierre, las trochas se convirtieron en puntos de tránsito regulares y en una mina de oro para bandas criminales que cobran peajes informales. La frontera se volvió a abrir en el 2016, pero los cruces ilegales conservaron su atractivo para contrabandistas, traficantes y los muchos migrantes y refugiados sin documentos de identidad.
A poca distancia del cruce oficial de Paraguachón hay dos trochas principales: la ochenta y la cortica. A plena vista de la policía colombiana, motos con pimpinas se cruzan con viejas camionetas Toyota repletas de pasajeros y mercancías por las carreteras destapadas que conectan a los dos países.
Un total de 90 trochas se encuentran en Maicao, el municipio al que pertenece Paraguachón. Según la Defensoría del Pueblo de Colombia, una agencia estatal independiente encargada de proteger los derechos civiles y humanos, el número de trochas a lo largo de la frontera entre La Guajira y Zulia es cercano a 200. En cada uno de estos puntos, delincuentes cobran impuestos por permitir el paso, convirtiendo las trochas en un gran negocio y en un factor de disputa entre los mismos delincuentes y las fuerzas de seguridad estatales. Aida Merlano, una parlamentaria colombiana fugitiva, condenada por fraude electoral, encontró refugio en Venezuela a través de una trocha en tierras baldías de La Guajira. Tres presuntos agentes de Al-Qaeda arrestados en enero en los EE. UU. cruzaron de Venezuela a Colombia usando una ruta similar.
El combustible de contrabando es el pilar de la economía del lado colombiano de la frontera. Con sus rostros cubiertos con trapos o toallas, adultos y niños, algunos de no más de diez años, agitan embudos hacia los autos que pasan, mientras su piel arde bajo el inclemente sol de La Guajira. Se dedican al pimpineo, la venta a muy bajo costo de gasolina venezolana contrabandeada a través de la frontera en pimpinas, la cual luego se vierte directamente en los tanques de los vehículos o se vende en botellas de refresco. En 2019 hasta mediados de noviembre, la Policía Fiscal y Aduanera colombiana incautó más de 230 000 galones de combustible de contrabando y confiscó alrededor de 300 vehículos a lo largo de la frontera con La Guajira. Aún así, el tráfico continúa sin cesar.
Dos mujeres indígenas Wayúu acordaron reunirse conmigo para hablar sobre el contrabando de combustible. Eligieron un lugar discreto, por temor a represalias violentas de las bandas locales en caso de que las vieran conversando con un extraño. Los contrabandistas, o pimpineros, usan tres lotes en el lado venezolano para llenar las pimpinas con gasolina, dijeron las mujeres. La estación de servicio se encuentra al lado del comando local de la Guardia Nacional de Venezuela. “Ellos [la Guardia Nacional] comen de nosotros. Viven de esto”, explica una mujer, y agrega que oficiales de la Guardia vestidos de civil cobran por el combustible de contrabando alrededor de $1,50 por punto (5 litros) y $15 por pipa (60 litros).
Delincuencia desbordada
Hay mucho en juego alrededor de las trochas. Los contrabandistas reclutan niños pobres Wayúu como moscas para vigilar el movimiento de los soldados o la policía, dándoles teléfonos celulares para alertarlos. Los niños también portan armas, algunas veces rifles de asalto, para que puedan cobrar por permitir el paso.
Para los civiles comunes, los cruces se han convertido más en un riesgo que una solución. Algunos recién llegados a Colombia informan que las fuerzas de seguridad venezolanas y bandas armadas los confrontaron en varios puntos de control en un solo viaje. Una trabajadora social con base en Riohacha dijo que las mujeres que cruzan por las trochas corren el riesgo de ser víctimas de abuso sexual, algunas veces llegando a su destino con la ropa rasgada. En un refugio en Maicao, un hombre venezolano angustiado me dijo que le habían robado todo su dinero al cruzar. Él había venido a Colombia con su hija, que tiene síndrome de Down, en busca de atención médica esencial.
Muchos jóvenes de la región son reclutados por grupos armados y organizaciones criminales. Algunos ocupan puestos a lo largo de la frontera trabajando como “moscas” y monitoreando los movimientos de las autoridades fronterizas. CRISISGROUP/Bram Ebus
La violencia interna empeora las cosas. Organizaciones criminales y clanes Wayúu cobran por el paso a través de varias trochas y, a menudo, se enfrentan entre sí por el control de las mismas. También hace parte de la disputa la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), cuya facción Luciano Ariza del Frente de Guerra Norte, se dedica a la extorsión y al contrabando de ganado más al sur, a lo largo de la frontera, hacia la serranía del Perijá.
La gran variedad de negocios ilícitos agudiza las rivalidades. Se trafican armas, minerales y personas hacia Colombia, mientras que las drogas se mueven en la dirección opuesta. “Esta es una bomba de tiempo constante”, dijo un residente de Paraguachón. “Los narcos y la guerrilla quieren controlar la frontera, y los Wayúu, los dueños del territorio están metidos en una guerra que solo beneficia a las personas que no pertenecen aquí”. Mientras tanto, la interrupción de las comunicaciones entre las fuerzas de seguridad de ambos lados de la frontera les facilita a los delincuentes evadir a la justicia y esconderse del lado que les resulte más hospitalario. Los lugareños dicen que la policía recibe coimas para mantenerse al margen.
A poca distancia de Paraguachón, en el lado colombiano de la frontera, se encuentra una ranchería (un asentamiento Wayúu) conformada por víctimas de estas disputas fronterizas. Alrededor de 35 cabañas construidas con troncos y láminas de plástico albergan hasta seis familias cada una. Algunos de los niños son rubios, un síntoma de la desnutrición común en La Guajira. Según el Programa Mundial de Alimentos, las necesidades básicas del 90 por ciento de la población rural del departamento no están satisfechas.
Todos los indígenas Wayúu de la ranchería recientemente decidieron abandonar sus hogares en el lado venezolano de la frontera, después de que los maestros de las escuelas locales se fueran por los bajos salarios, para nunca regresar. Para continuar con su educación, los niños Wayúu tuvieron que asistir a clases del lado colombiano. Al principio, cruzaban las trochas todos los días. Pero luego, explicó el líder local Wayúu, los niños comenzaron a quedar atrapados en tiroteos entre facciones armadas y fuerzas de seguridad. Entonces todas las familias se reubicaron.
“La Zona”
El grupo armado más notorio del área era relativamente nuevo. La Zonaemprendió una expansión rápida y brutal antes de su desaparición igualmente rápida. A lo largo de las fronteras de Zulia, y especialmente en el municipio venezolano de Guarero, La Zona está acusada de distribuir listas con nombres y fotos de jóvenes vinculados a otras bandas o sin afiliación conocida. Todos estaban marcados para morir, y según una mujer de Guarero, la mayoría de ellos fueron asesinados. En un informe de octubre de 2019, la Defensoría del Pueblo colombiana señaló el desplazamiento masivo de la ciudad, con familias Wayúu enteras huyendo para evitar que La Zona los atacara o reclutara a sus hijos.
“Los vecinos se fueron”, dijo una mujer Wayúu del pueblo que huyó a Colombia. “Guarero está abandonado. Muchas personas se han ido lejos para proteger sus vidas”. Ella accedió a reunirse conmigo en el polvoriento patio trasero de la casa de una familia de Maicao para la que trabaja como empleada doméstica. Era de noche y el calor infernal del día había disminuido. Sentada en una silla de plástico, espantaba a los insectos de su cara, atraídos por la luz parpadeante. Desde principios de 2018, afirmó, La Zona ha matado a más de 100 personas en Guarero y sus alrededores, incluido su sobrino, quien fue asesinado de un disparo tipo ejecución en plena luz del día. Los asesinos se fueron luego sin dificultad, dijo ella; de hecho, la Guardia Nacional venezolana detuvo el tráfico para abrirles el paso. “Esto sucedió frente a muchas personas”, declaró con incredulidad.
Sin embargo, a mediados de 2019, La Zona recibió una respuesta mucho más fuerte tanto de las fuerzas de seguridad venezolanas como de otros grupos armados; ambos resentían el crecimiento del grupo y codiciaban sus ingresos de la frontera. “Todas las fuerzas de seguridad [venezolanas] comenzaron a buscar a los líderes de La Zona en sus casas, y han estado llevando a cabo ejecuciones extrajudiciales”, dijo un defensor de los derechos humanos con sede en Zulia. “Se escaparon por las sabanas, y ahora están robando para sobrevivir”, agregó un residente de Guarero.
La guerrilla colombiana del ELN ha aprovechado la oportunidad para aumentar su presencia en Zulia. Un refugiado en Maicao indicó que los insurgentes se mueven solo en la noche y reparten panfletos en las poblaciones que visitan. Los guerrilleros han tratado de celebrar reuniones en las rancherías Wayúu y han jurado combatir a La Zona y a sus peligrosos sucesores. A los ojos de la mujer Wayúu de Guarero, podrían ser una solución a los problemas de la región, ya que afirman querer proteger a las personas.
Rodeado de carretillas, un soldado patrulla la carretera que conecta Paraguachón con Venezuela.CRISISGROUP/Bram Ebus
Refugiados
La violencia, la pobreza, el hambre y la falta de servicios públicos básicos están sacando a la gente de Zulia. Las instituciones humanitarias en La Guajira consideran que los inmigrantes y refugiados que llegan actualmente son radicalmente diferentes a los de años anteriores. La primera ola de migrantes estaba compuesta por personas adineradas con pasaportes, que iban a la Florida, Panamá, España y otros destinos internacionales. Para 2016-2017, muchas familias de clase media se unieron a los ricos en el exilio, viajando a naciones sudamericanas como Colombia, Chile y Perú. En la tercera fase, alrededor de 2018, las personas que carecían de pasaportes y dinero para viajar comenzaron a cruzar la frontera a pie hacia sus destinos. Se hicieron conocidos como los caminantes.
Pero en La Guajira, probablemente, ha comenzado una cuarta fase: el éxodo de los enfermos y los más vulnerables. Cada día llegan personas con peores condiciones de salud, incluidas enfermedades crónicas y trastornos mentales, me explicó un trabajador social local. Muchas de estas personas extremadamente vulnerables quedan desamparadas después de que delincuentes o funcionarios venezolanos corruptos les roban sus pertenencias, dinero y documentos de identidad, o simplemente no tienen dinero para empezar. En un refugio en Maicao, el patio se llenó de refugiados intentando acallar las voces de los demás para contarme sus historias. Una mujer de Maracaibo se quejó con evidente angustia de no poder comunicarse con su familia en Barranquilla, Colombia, a menos de 300 km de distancia, después de que le robaran todas sus pertenencias en una trocha.
Para aquellos que se quedan atrapados, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados ha establecido un centro de recepción con espacio para 600 personas, pero la lista de espera es larga, más de 4000 en la actualidad. Decenas de miles de venezolanos terminan en asentamientos informales en las afueras de ciudades como Riohacha, Maicao y Uribia, donde niños desnudos con sarna juegan en la tierra y hombres caminan por kilómetros cargando bidones de agua para sus necesidades básicas. No hay electricidad ni alcantarillado. La mayor parte del tiempo, me dicen los habitantes, no tienen suficientes provisiones para comer tres veces al día.
A falta de una mejor alternativa, muchos venezolanos permanecen en estos campamentos por algún tiempo. Según Miguel Romo, director de la regional Guajira de Migración Colombia, La Guajira no está preparada para esta afluencia de refugiados. El gobierno departamental tiene poco dinero y está plagado de casos de corrupción: han habido trece gobernadores en los últimos ocho años, muchos de los cuales han enfrentado serias acusaciones de corrupción. Sin embargo, reconoció, que es poco probable que los venezolanos salgan de La Guajira y, por lo tanto, la ayuda humanitaria corre el riesgo de convertirse en “un barril sin fondo”.
Muchos de los venezolanos que cruzan desde el estado de Zulia a La Guajira se quedan atascados en los asentamientos ilegales de la árida región. La falta de posibilidades para pagar el transporte convierte La Guajira en una zona de embotellamiento. CRISISGROUP/Bram Ebus
La economía informal, incluida la delincuencia organizada, absorbe a los venezolanos sin los medios para avanzar hacia el interior o al extranjero. La explotación y la muerte son comunes. Maicao es una de las ciudades más peligrosas de La Guajira, con una tasa de homicidios superior al doble del promedio nacional. “Estamos en un entorno donde no hay dolientes”, dijo una mujer en Maicao que dirige una fundación que trabaja con niños y mujeres vulnerables. Hay tantas muertes, explica, que los vivos no tienen tiempo para hacer el duelo. En octubre de 2019, la policía colombiana desmanteló una red criminal dirigida por venezolanos y colombianos que sometía a esclavitud sexual a niños y niñas menores de edad. Muchos venezolanos, incluidos menores sin compañía, duermen sobre cartones en las puertas de tiendas u oficinas. Todas las noches ocurren violaciones, según cuenta el gerente de la fundación. “Todo se ha deshecho aquí”, dijo.
Mientras tanto, los hospitales locales están abarrotados de venezolanos, que según un médico de Maicao representan entre el 70 y el 80 por ciento de los pacientes que ingresan, algunos de ellos con afecciones como tuberculosis y VIH en etapas terminales. Los hospitales de La Guajira no están preparados para brindar la atención especializada que requieren personas con estas enfermedades, y no hay dinero para transportar a los pacientes venezolanos a instalaciones mejor equipadas en otros lugares. En teoría, las salas de emergencia deberían recibir a los venezolanos sin documentación, pero un trabajador humanitario admitió que muchos no reciben tratamiento. Desde el 2014, dijo un funcionario de migración colombiano, más de 100 cadáveres han quedado sin reclamar en la morgue de Riohacha por familias que no pueden pagar por su repatriación.
Junto con los enfermos y los moribundos viene los recién nacidos. Al lado de la nueva madre que conocí en el hospital San José de Maicao había muchas otras mujeres venezolanas embarazadas que no podían dar a luz en los hospitales de Zulia, que a menudo no están en capacidad de atender partos por cesárea, y que ahora están cobrando a las pacientes en dólares por guantes quirúrgicos, gasas, anestésicos y otros insumos médicos. Se supone que el gobierno debe proporcionar estos insumos (de hecho, toda la atención médica) de forma gratuita en Venezuela. Un obstetra explica que es común encontrar niñas embarazadas de 13 o 14 años.
“Estamos trabajando a ciegas”, dice el médico. Alrededor del 80 por ciento de las mujeres venezolanas no tienen pasaporte, y es aún menos probable que las jóvenes más pobres que llegan aquí tengan uno. La falta de atención prenatal asequible en Venezuela significa que la mayoría llegan al hospital en La Guajira sin la información vital que brindan estos chequeos sobre la salud general de la madre y el bebé.
Respondiendo al éxodo
La Guajira no puede hacer frente a todas las demandas de los venezolanos que quedan varados allí. Hasta que el departamento pueda ofrecer empleos adecuados, el mercado negro continuará floreciendo (y la violencia que la acompaña aumentará) en trochas como las de alrededor de Paraguachón.
Al mismo tiempo, la magnitud de la catástrofe económica en Venezuela (donde la dolarización y el desmonte de controles a la importación y precios solo han beneficiado a una pequeña minoría en Caracas) significa que los venezolanos continuarán llegando a La Guajira sin dinero para viajar más lejos. Hasta que el gobierno y la oposición de Venezuela avancen hacia un acuerdo negociado que permita que la economía se estabilice, los países donantes deben aumentar la inversión en atención médica y servicios sociales para migrantes y refugiados. Las cifras del gobierno colombiano indican que en los dos últimos años han recibido $397 millones de dólares de países donantes para afrontar la crisis migratoria venezolana, a pesar de que el llamado de emergencia de la ONU solicitó casi el doble de esa suma tan solo para el 2019. Del total, la UE y países europeos han contribuido con el 44 por ciento, de los cuales el 11 por ciento proviene de donaciones de la UE.
La vida en La Guajira es dura, y eso afecta a todos, no solo a los venezolanos recién llegados. Los países donantes deberían procurar que los servicios mencionados anteriormente estén también a disposición de los residentes colombianos. Si la ayuda internacional se dirige solo a los venezolanos, los colombianos podrían reaccionar con indignación y xenofobia, al sentir que están siendo tratados como ciudadanos de segunda categoría en su propio país.
Hasta que las condiciones mejoren para los migrantes, refugiados y residentes, los delitos violentos continuarán afectando esta área fronteriza. Una frontera sin control y sin cooperación entre las fuerzas de seguridad estatales representa una bonanza para el crimen organizado y un problema para las personas vulnerables. Sin duda, los dos países podrían contener la criminalidad de manera mucho más efectiva si pudieran encontrar una manera de reparar las relaciones bilaterales que rompieron a principios del año pasado. Ningún pulso diplomático puede justificar el dolor que sufren todas estas personas.
Hay dos cruces ilegales, o “trochas”, que conectan con Paraguachón, llamadas “la ochenta” y “la cortica”. Coches transportando bienes de contrabando se mueven para arriba y para abajo por los caminos arenosos.
Fuente Oficial: Crisis Group Latinoamérica