(10.01.2015) La tarde del sábado 10 de enero de 2015 (hace exactamente un año), recibí una llamada pidiendo apoyo para asistir legalmente a unos estudiantes arbitrariamente detenidos.
Tras hacer las averiguaciones de rigor, y escudriñar por las grietas que siempre deja el muro de la censura, di con el paradero de esos jóvenes: estaban presos en el comando militar de la Guardia Nacional ubicado en Cotiza, Caracas, y la razón de su detención habría sido la “osadía” de tomar fotos de una cola de un abasto Bicentenario ubicado en San Bernardino, Caracas, o de exclamar que estaban en desacuerdo con las políticas que generaban esa dramática situación.
Hasta allá fui, mientras informé del hecho en mi cuenta de Twitter apostando a que la información llegara a sus madres y familiares.
A las puertas del comando militar, y tras varias horas de espera, logré ver a la distancia a los muchachos a través de una ventana (todo un milagro cuando los derechos más elementales que tiene un detenido como el de ver y conversar con su abogado están trágicamente condicionados a instrucciones arbitrarias).
Ello me permitió al menos verificar cuantos eran, y, tras un tiempo más de espera, lograr que un funcionario de aquel comando verificara si los jóvenes que allí estaban respondían a los nombres que logré proporcionarle en una servilleta durante la madrugada. Penuria inconcebible pero real.
Eran en total 7, y esa noche permanecieron arbitrariamente presos y aislados.
Al día siguiente, 11 de enero, fueron sacados esposados del comando, reseñados en el sistema de registro policial de delincuentes, y, tras un día más detenidos, fueron presentados el 12 de enero ante el respectivo tribunal de control penal de Caracas.
Allí estaba Raúl. 20 años de edad recién cumplidos, voz aguda, estatura baja y contextura delgada. A su izquierda en el pasillo del tribunal, también esperaba por audiencia ante el juez un señor detenido en flagrancia por asesinato, y a su derecha uno detenido en flagrancia por robo.
Estudiante en un instituto tecnológico y empleado a medio tiempo de una tienda de servicios, Raúl es la historia cotidiana de miles de jóvenes venezolanos, estudiando para salir adelante y trabajando en paralelo para juntar el dinero que cuando menos le permita atenuar la odisea de no poder cubrir sus gastos corrientes.
Cuando lo vi esposado en el pasillo del tribunal, claramente sediento, hambriento y maltratado, entre las primeras cosas que noté fue que en su brazo derecho tenía marcado un número con tinta de marcador: era el número del puesto que le marcaron en la cola para comprar pollo en el abasto. “Le juro que no soy un delincuente, me metieron preso por tomarle una foto a la cola para comprar pollo”, alcanzó a decirme.
Raúl, impactado por el tamaño de la cola que hacía con su madre para comprar alimentos, tomó su teléfono celular y capturó una fotografía para enviársela a su hermana y advertirle que demorarían en llegar a casa. Acto seguido, fue abordado por dos funcionarios militares, quienes, además de obligarle a borrar la foto y sustraerle ilegalmente el teléfono (no devuelto hasta el día de hoy), se lo llevaron preso.
El argumento de la detención quedó plasmado en el acta policial así: “el ciudadano Raúl …, estaba tomando fotografías por lo que me acerqué al mismo y procedí a aprehenderlo” (cita textual de la declaración firmada en actas por uno de los funcionarios que lo detuvo).
Raúl fue arbitrariamente imputado de 3 delitos (instigación a delinquir, obstrucción y resistencia a la autoridad) y su proceso judicial se encuentra actualmente abierto. Tiene que presentarse todos los meses en el tribunal y pasa sus días con el temor fundado de que esta historia termine en cárcel por una injusta condena.
Su caso es uno de cientos.
Por él pedimos libertad plena. Por él pedimos Amnistía.
-Nizar El Fakih | Twitter: @nizarUCAB