(11.01.2019, El Universo) La legitimidad en la ciencia política es un concepto que intenta describir el fenómeno según el cual una población aprueba y reconoce como justo obedecer a una determinada autoridad. En el marco específico de los sistemas políticos, se refiere a las convicciones, valores y normas que guían la decisión de los ciudadanos a aceptar o rechazar a los gobernantes como los más apropiados para ejercer el poder y liderar los procesos de toma de decisiones colectivas.
En su trabajo seminal el sociólogo Max Weber definió tres grandes categorías que orientan esta relación entre gobernantes y gobernados, las cuales pueden resumirse en legitimidad tradicional, carismática y racional. A su vez, afirmó Weber, cada tipo de sociedad implica un tipo ideal de legitimidad. Mientras las sociedades premodernas están asociadas a una autoridad tradicional, las sociedades modernas tienden a estar gobernadas a través de normas racionales, específicamente las leyes. El carisma, categoría extremadamente difusa, se caracteriza por el rol central que juega el líder, sus características y dones personales en su relación con los ciudadanos.
De allí que los modernos sistemas democráticos se caracterizan por la realización de elecciones, requisito legal indispensable para acceder al poder y obtener el reconocimiento de los ciudadanos.
El artículo 228 de la Constitución de Venezuela demanda que el presidente de la República sea escogido a través de elecciones democráticas, mientras el 231 establece que el candidato ganador debe tomar posesión del cargo el 10 de enero mediante juramento ante la Asamblea Nacional, para así dar inicio a un nuevo período constitucional.
Pero nada de eso sucedió el 10 de enero de 2019 en Venezuela. La gran mayoría de los venezolanos rechaza el proceso electoral realizado el 20 de mayo del año pasado por no cumplir con las condiciones electorales mínimas para considerarlo genuinamente democrático.
Adicionalmente, Nicolás Maduro tampoco cumplió con el acto de juramentación frente a la Asamblea Nacional porque la desconoce. Por lo tanto, ha decidido juramentarse frente al Tribunal Supremo de Justicia.
Pero ni la juramentación ante el parlamento ni las elecciones se trata de simples ritos que pueden sustituirse por otros parecidos. Son actos cuyo objetivo es garantizar que gobiernen aquellas personas que son reconocidas por los ciudadanos para ese fin y asegurando la obediencia de la población a las decisiones, normas y leyes que de ellas emanan. Esa es la cadena que lleva de la legitimidad democrática a la gobernabilidad.
La legitimidad no es una condición exclusiva de la democracia. Otros sistemas políticos pueden gozar de otras formas de legitimidad. Sin embargo, la democracia es el sistema que garantiza la base de legitimidad más amplia.
Carecer de legitimidad implica necesariamente recurrir a un mayor uso de la fuerza (o amenazar con usarla) para imponer la voluntad sobre aquellos que desconocen la autoridad, sus decisiones y demandan el cumplimiento de los requisitos normativos y legales.
La fuerza y la violencia como sustitutos de la legitimidad también puede aplicarse en sentido externo. La historia de los gobiernos autoritarios que intentaron legitimarse iniciando guerras fuera de sus fronteras para demandar cohesión y obediencia interna más allá de sus aliados es tan larga como trágica.
Otro aliado circunstancial de la ilegitimidad es la resignación. Esta representa la versión pasiva de la actitud ciudadana orientada por la desesperanza que genera la imposición ilegítima. Sin embargo, la desesperanza ha demostrado ser algo parecido a un modo stand-by que contiene la resistencia a la autoridad hasta que los ciudadanos visualizan el momento de despertar.
El 10 de enero el gobierno de Nicolás Maduro ha decidido tomar el camino de la ilegitimidad. Cuál será su nuevo aliado está, sin embargo, aún por verse. (O)
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