(Caracas, 07.04.2021. Amnistía Internacional). En la crisis continuada de derechos humanos que sufría Venezuela se recibieron de nuevo noticias sobre ejecuciones extrajudiciales, uso excesivo de la fuerza y homicidios ilegales cometidos por las fuerzas de seguridad a lo largo del año. Quienes criticaban las políticas del gobierno —como periodistas, profesionales de la salud y activistas de la política— eran objeto de medidas represivas que incluían la criminalización, los juicios injustos y la detención arbitraria. Se recibieron informes de tortura y otros malos tratos y desaparición forzada de personas detenidas arbitrariamente. Los defensores y defensoras de los derechos humanos sufrían estigmatización y encontraban dificultades para llevar a cabo su labor. La crisis humanitaria empeoró, con una escasez generalizada de servicios y unos elevados índices de pobreza extrema. La pandemia de COVID-19 agravó tanto esta situación como el deterioro progresivo de la infraestructura del servicio de salud. Las personas que regresaban al país eran recluidas en centros de cuarentena estatales en condiciones y durante periodos que podían constituir detención arbitraria y malos tratos. La Misión Internacional Independiente de Determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela, establecida por la ONU, determinó que existían motivos razonables para creer que en el país se cometían crímenes de lesa humanidad desde 2014 y que el presidente Maduro y altos cargos militares y ministeriales habían ordenado los crímenes documentados en el informe que presentó, o habían contribuido a su comisión.

Ejecuciones extrajudiciales

Siguieron recibiéndose informes de ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo por las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana y el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC). Según informes recibidos por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH), al menos 2.000 personas murieron en el país en el contexto de las operaciones de seguridad que tuvieron lugar entre el 1 de enero y septiembre. Hasta junio, el Comité de Derechos Humanos del estado de Zulia había registrado 377 muertes, al parecer a consecuencia de la violencia ejercida por estas fuerzas policiales en ese estado. Las víctimas fueron principalmente hombres jóvenes que vivían en barrios de bajos ingresos y que, según afirmaban las autoridades, habían sido detenidos de forma arbitraria en circunstancias relacionadas con enfrentamientos con la policía.

Detención arbitraria

La detención arbitraria siguió formando parte de la política de represión contra la disidencia.

Según la organización venezolana de derechos humanos Foro Penal, hasta octubre se habían registrado 413 detenciones arbitrarias por motivos políticos. Este tipo de detenciones había aumentado tras la declaración en marzo del estado de alarma en respuesta a la pandemia de COVID-19.

Además de los activistas políticos, 12 profesionales de la salud que criticaron públicamente la respuesta del gobierno a la pandemia sufrieron detenciones breves y, posteriormente, restricciones.

Se utilizó la pandemia de COVID-19 para restringir la notificación de las detenciones, por lo que las familias de las personas recluidas se veían obligadas a depender de información no oficial sobre su paradero. Esta incertidumbre y la vulnerabilidad de quienes estaban en prisión se vieron agravadas por la suspensión de las actividades de los tribunales y del Ministerio Público dictada como parte de las medidas para contener la pandemia.

Continuaron la práctica de la desaparición forzada, los periodos de detención en régimen de incomunicación y el aislamiento en las etapas iniciales de la reclusión, lo que dejaba a las personas detenidas más expuestas a la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes.

Los congresistas Renzo Prieto y Gilber Caro, detenidos por las FAES en marzo de 2020 y diciembre de 2019, respectivamente, sufrieron largos periodos de aislamiento y detención incomunicada. Los dos estuvieron recluidos en comisarías policiales que no cumplían las reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos.

La contadora Maury Carrero fue detenida arbitrariamente en abril, al parecer por su relación con un asesor de Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional. Carrero fue acusada por un tribunal que se ocupaba de casos de “terrorismo” y fue trasladada al Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF), donde permaneció incomunicada cinco meses. Durante ese tiempo no se proporcionó información oficial sobre ella.

El presidente Nicolás Maduro indultó el 31 de agosto a 110 personas que habían sido criminalizadas, entre ellas Renzo Prieto, Gilber Caro y Maury Carrero. En los días siguientes y durante el resto del año se llevaron a cabo nuevas detenciones arbitrarias. Entre los detenidos figuraba Roland Carreño, periodista y miembro del partido Voluntad Popular, que fue privado de libertad en octubre.

Tortura y otros malos tratos

Continuaron llegando informes sobre el uso de la tortura para obtener confesiones o declaraciones incriminatorias. La OACNUDH documentó 16 casos en los que se denunciaba el uso de métodos tales como palizas, descargas eléctricas, asfixia y violencia sexual. La Misión de la ONU de Determinación de los Hechos sobre Venezuela informó sobre el uso de métodos de tortura cada vez más violentos por parte del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) y la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM), así como sobre el uso de instalaciones clandestinas por parte de la DGCIM.

Las autoridades no investigaron las denuncias de tortura y otros malos tratos, que quedaron impunes.

Uso excesivo de la fuerza

El uso excesivo e ilegal de la fuerza por parte de la policía, el ejército y los grupos armados contra manifestantes seguía siendo generalizado. Las autoridades no tomaron medidas significativas para impedirlo.

Hubo numerosas denuncias de uso indiscriminado de la fuerza durante las operaciones de cumplimiento de la ley. En mayo, un enfrentamiento armado entre presuntas bandas delictivas en Petare, un barrio de bajos ingresos de Caracas, provocó una operación conjunta de la policía y el ejército que duró más de una semana. En ese periodo se recibieron varios informes de episodios constantes de disparos indiscriminados y denuncias de ejecuciones extrajudiciales.

Impunidad

La impunidad por violaciones de derechos humanos y crímenes de derecho internacional seguía siendo la norma.

La OACNUDH publicó en julio un informe sobre la independencia judicial y el acceso a la justicia en el que se concluía que las víctimas de violaciones de derechos humanos no podían acceder a la justicia debido a obstáculos estructurales, especialmente la ausencia de independencia judicial.

En septiembre, el Ministerio Público anunció que 565 funcionarios encargados de hacer cumplir la ley habían sido acusados de violaciones de derechos humanos cometidas desde agosto de 2017.

También en septiembre aparecieron nuevos indicios relativos a la detención arbitraria, desaparición forzada, tortura y muerte en junio de 2019 de Rafael Acosta Arévalo a manos de la DGCIM. Las contradicciones y lagunas de la investigación penal pusieron de manifiesto la necesidad de que éste y otros casos similares fueran investigados de manera independiente.1 El Ministerio Público reabrió la causa.

Juicios injustos

Seguían utilizándose juicios injustos para criminalizar a quienes mantenían opiniones distintas a las del gobierno de Maduro. Continuó el uso de la jurisdicción militar para procesar a civiles o personal militar retirado.

Rubén González, preso de conciencia y líder sindicalista detenido en 2018 que cumplía una condena impuesta en un juicio injusto al que lo había sometido un tribunal militar, quedó en libertad en el marco del indulto del 31 de agosto.

La OACNUDH señaló importantes deficiencias en el sistema judicial, los tribunales y el Ministerio Público, e hizo hincapié en los casos de falta de independencia y de injerencia de otras autoridades públicas.

La mayor parte de los circuitos judiciales suspendieron sus actividades a partir del 15 de marzo debido a las restricciones por la COVID-19, y únicamente seguían funcionando los tribunales competentes en materia de delitos flagrantes.

Escrutinio internacional

A pesar de los esfuerzos del gobierno de Nicolás Maduro por eludir el escrutinio del sistema interamericano de derechos humanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó durante el año siete medidas cautelares en favor de personas en Venezuela.

Continuó el monitoreo de la situación del país a través del Mecanismo Especial de Seguimiento para Venezuela (MESEVE) creado por la Comisión Interamericana.

La OACNUDH mantuvo un equipo de dos oficiales en el terreno, y en septiembre anunció el refuerzo de su presencia en el país y se comprometió a que tres procedimientos especiales visitarían Venezuela en 2021.

La Misión de la ONU de Determinación de los Hechos sobre Venezuela hizo público en septiembre su primer informe. En él se afirmaba que las autoridades y las fuerzas de seguridad venezolanas habían planificado y llevado a cabo desde 2014 graves violaciones de derechos humanos, algunas de las cuales —como las ejecuciones arbitrarias y el uso sistemático de la tortura— eran constitutivas de crímenes de lesa humanidad, y que existían motivos razonables para creer que el presidente Maduro y parte de su gabinete ministerial habían ordenado los delitos documentados en el informe, o habían contribuido a ellos.

Represión de la disidencia

La política de represión para acallar la disidencia y controlar a la población continuó y se intensificó durante la pandemia de COVID-19 y en el periodo previo a las elecciones parlamentarias de diciembre.

Los miembros de la Asamblea Nacional sufrían un patrón de represión que incluía la detención arbitraria, el uso indebido del sistema de justicia y las campañas difamatorias.

Continuó sometiéndose a presos de conciencia a restricciones graves y enjuiciamientos.

El sistema judicial seguía instrumentalizándose políticamente contra la disidencia, lo que incluía dictar sentencias contra los partidos políticos que criticaban al gobierno.

Libertad de reunión

Las restricciones a la libertad de reunión pacífica y de asociación seguían siendo práctica habitual.

Según la ONG Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, hasta noviembre se habían registrado más de 9.000 protestas provocadas por diversas cuestiones como, por ejemplo, la falta de asistencia médica durante la pandemia de COVID-19, los bajos salarios, los elevados precios de los alimentos, los retrasos en la distribución de los fondos de ayuda alimentaria y la carencia de servicios básicos (incluido el combustible). Unas 402 de estas protestas recibieron como respuesta ataques de la policía, el ejército o grupos armados progubernamentales, que causaron la muerte de 6 manifestantes y lesiones a otros 149.

Libertad de expresión

Según la organización de la sociedad civil Espacio Público, entre enero y agosto se registraron más de 747 ataques contra la prensa y periodistas, incluidos actos de intimidación, ataques digitales, censura, detenciones arbitrarias y agresiones físicas. Muchos de ellos tuvieron lugar después de que en marzo se declarara el estado de alarma en respuesta a la pandemia de COVID-19.

El 21 de agosto, los periodistas Andrés Eloy Nieves Zacarías y Víctor Torres perdieron la vida en una operación de seguridad de las FAES en el estado de Zulia. El Ministerio Público puso en marcha una investigación sobre la posible ejecución extrajudicial de los dos hombres y se dictó una orden de detención contra seis agentes de las FAES.

Darvinson Rojas, periodista y preso de conciencia, fue detenido de forma arbitraria por difundir información sobre la COVID-19. Quedó en libertad al cabo de 12 días, pero siguió sometido a restricciones y actuaciones penales.

El periodista y preso de conciencia Luis Carlos Díaz también siguió sometido a graves restricciones e investigación penal.

Defensores y defensoras de los derechos humanos

Las defensoras de los derechos humanos seguían sufriendo amenazas y estigmatización en el ejercicio de su labor. El Centro para los Defensores y la Justicia denunció que hasta junio se habían efectuado más de un centenar de ataques —que incluían actos de criminalización, hostigamiento, ataques digitales y detenciones arbitrarias— contra defensoras de los derechos humanos.

En agosto, la organización humanitaria Acción Solidaria fue asaltada por agentes de las FAES y ocho personas permanecieron detenidas durante varias horas.

Vanessa Rosales, defensora de los derechos humanos en el estado de Mérida, fue detenida de manera arbitraria en octubre por orientar a una niña de 13 años que estaba embarazada como consecuencia de una violación sobre los procedimientos para poner fin a la gestación.

Hubo profesionales de la salud y periodistas que informaban sobre la pandemia de COVID-19 que sufrieron hostigamiento y amenazas. Algunos fueron acusados de incitar al odio.

Derechos de las personas refugiadas, solicitantes de asilo y migrantes

El número de personas venezolanas refugiadas y migrantes que huían a otros países en busca de protección internacional seguía aumentando, y llegó a 5,4 millones al concluir el año.

Las autoridades restringieron la entrada a Venezuela durante la pandemia de COVID-19 a un máximo de entre 100 y 300 personas al día, limitando así la entrada y salida de nacionales del país. Muchas de las personas que deseaban regresar habían sido excluidas de las medidas de asistencia de los países de acogida durante la pandemia. Se criminalizó y estigmatizó a quienes trataban de entrar en Venezuela por vías irregulares.

La cuarentena obligatoria bajo custodia del Estado fue un ejemplo de la respuesta represiva a la COVID-19. Hasta agosto, según informes oficiales, 90.000 personas que regresaron a Venezuela habían pasado por los centros estatales conocidos como “PASI” (Punto de Atención Social Integral) para cumplir la cuarentena obligatoria. Sin embargo, estos centros seguían procedimientos arbitrarios y militarizados que daban lugar a medidas punitivas y represivas, y no daban prioridad a la atención médica y la prevención del contagio. Las condiciones de los PASI eran precarias y, en muchos casos, incumplían los protocolos de la Organización Mundial de la Salud. Se tuvo información de que los centros, por ejemplo, carecían de agua potable, alimentación adecuada y acceso a asistencia médica. El tiempo que las personas permanecían recluidas era en muchos casos arbitrario y no se basaba en criterios objetivos, lo que unido a las inadecuadas condiciones de los centros de cuarentena estatales podía constituir malos tratos y detención arbitraria.

Emergencia humanitaria

La emergencia humanitaria continuó y se intensificó. Las condiciones imperantes —como la constante escasez de servicios básicos (agua, electricidad y combustible, entre otros), la deficiente infraestructura sanitaria y la dificultad para acceder a medicamentos y alimentos— se vieron agravadas por la COVID-19 y dificultaban seriamente la capacidad de la población para cumplir las medidas de contención impuestas para frenar la pandemia.

En julio, el Plan de Respuesta Humanitaria de la ONU para Venezuela señaló que se necesitaban 762,5 millones de dólares estadounidenses para proporcionar ayuda humanitaria a 4,5 millones de personas.

Según Acción Solidaria, 10 millones de personas quedaron sin recibir asistencia médica para trastornos y enfermedades tales como hipertensión, diabetes, mal de Parkinson, cáncer o malaria.

A pesar de la recomendación de la OACNUDH y la insistencia de la sociedad civil, el Programa Mundial de Alimentos de la ONU (PMA) no obtuvo autorización para acceder al país.

Las medidas económicas —como el limitado aumento del salario mínimo a 1,71 dólares estadounidenses mensuales— intensificaron la acuciante situación económica, y al finalizar el año la hiperinflación estaba descontrolada.

El sobrecumplimiento de las sanciones impuestas por Estados Unidos creó dificultades para acceder a bienes y servicios en Venezuela.

Derechos de las mujeres

Según una coalición venezolana de ONG, las brechas de género —ya agravadas por la compleja emergencia humanitaria— se vieron exacerbadas por la COVID-19. La OACNUDH y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos señalaron las repercusiones que esta situación tenía para las mujeres, incluida la falta de acceso a servicios tanto de salud materna, sexual y reproductiva como de salud en general.

Aunque desde 2013 no había información oficial sobre el índice de feminicidios, las ONG denunciaron un incremento constante de la violencia contra las mujeres en el país. También según las ONG, en 2020 no funcionó ningún albergue para mujeres sobrevivientes de violencia.

La Misión de la ONU de Determinación de los Hechos sobre Venezuela documentó crímenes de lesa humanidad por motivos de género, como la tortura y la violencia sexual contra mujeres detenidas, perpetrados por la DGCIM y el SEBIN y en el contexto de las protestas.

Derecho a la salud

Los servicios de salud continuaron deteriorándose. La escasez de medicamentos básicos, que resultaban inasequibles para la mayor parte de la población, se intensificó. La respuesta del Estado a la COVID-19 se vio gravemente afectada por la falta de acceso a servicios de salud adecuados.

El personal médico y de salud no disponía de equipos de protección individual ni de medidas adecuadas de protección contra la COVID-19. Muchas de las personas que expresaron su preocupación por esta cuestión fueron detenidas y criminalizadas. También preocupaba la falta de transparencia por parte de las autoridades en relación con la realización de pruebas diagnósticas, los índices de contagio y las muertes debidas a la COVID-19.

Se tuvo información de que los servicios públicos de salud no atendían adecuadamente a las mujeres embarazadas sospechosas de tener COVID-19.

Derecho a la alimentación

En mayo, el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (CENDAS-FVM) informó de que la canasta básica familiar mensual —la relación de alimentos básicos que se consideraban necesarios para una familia venezolana promedio— costaba 513,77 dólares estadounidenses. En agosto, la misma organización denunció que sería preciso tener ingresos 184 veces superiores al salario mínimo para cubrir la canasta básica mensual.

En julio, la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI) informó de que el 96% de los hogares venezolanos estaba en situación de pobreza, y el 79% en situación de pobreza extrema e incapacidad de cubrir la cesta básica de alimentos.

En febrero, el PMA informó de que el 7,9% de la población venezolana sufría inseguridad alimentaria grave, el 24% (7 millones de personas) padecía inseguridad alimentaria moderada, y una de cada tres personas carecía de seguridad alimentaria y necesitaba asistencia. Esta situación se consideraba una de las 10 peores crisis alimentarias del mundo.

Los sistemas de distribución de alimentos, como los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), seguían sin cubrir las necesidades nutricionales de la población y funcionaban con arreglo a criterios políticos discriminatorios.

Derecho al agua

Los problemas de suministro de agua potable y servicios de saneamiento continuaron y se agravaron, lo que afectaba a las condiciones de vida y elevaba el riesgo de contagio de COVID-19.

Según la ENCOVI, sólo uno de cada cuatro hogares tenía suministro continuo de agua, mientras que la mayor parte sólo disponía de agua corriente algunos días de la semana (59%) o varios días al mes (15%). Los sectores más vulnerables de la población seguían viéndose obligados a abastecerse de agua procedente de camiones cisterna, pozos y manantiales.

Condiciones de reclusión

Persistían las muertes bajo custodia y la ausencia de investigaciones al respecto. Según la ONG Una Ventana a la Libertad, entre enero y junio se registraron 118 muertes bajo custodia.

El grave hacinamiento y las condiciones de insalubridad de las prisiones incrementaban el riesgo de contagio de COVID-19 para la población reclusa.

El Observatorio Venezolano de Prisiones informó en mayo de que 46 personas detenidas habían muerto a causa de la violencia desatada en el Centro Penitenciario Los Llanos (CEPELLA) de la ciudad de Guanare (estado de Portuguesa). El Ministerio Público abrió una investigación, pero al finalizar el año no se tenía constancia de progreso alguno.

Derechos de los pueblos indígenas

Los derechos de los pueblos indígenas seguían viéndose gravemente afectados por la minería ilegal practicada en el Arco Minero del Orinoco y otras partes del país. Según la OACNUDH, los elevados índices de explotación laboral, trata de personas y violencia se debían a un sistema de corrupción y soborno por parte de grupos delictivos que controlaban las minas y que operaban un sistema de sobornos a altos mandos militares.

Según el Foro Penal, 13 indígenas pemones estaban detenidos en espera de juicio a más de 1.200 km de su comunidad, sin que se hubieran tomado las medidas adecuadas para proteger su identidad cultural o garantizarles un juicio con las debidas garantías.

En abril, la comunidad indígena Wayuu del estado de Zulia organizó una manifestación para exigir servicios básicos, como el acceso a agua potable, una cuestión pendiente desde hacía mucho que se había vuelto más urgente por la necesidad de luchar contra la COVID-19. Los funcionarios militares respondieron con fuerza excesiva, y una mujer wayuu resultó herida.

Fuente Oficial: Amnistía Internacional